Si no viste ninguna de las versiones canónicas de Drácula, lo que vas a encontrar en el Nosferatu de Robert Eggers, es una película de terror con una trama compleja, una carga sexual que todo el tiempo se mezcla con la violencia, personajes que cuando les gritás «salí corriendo», te hacen caso y salen corriendo, y una composición de la imagen que por momentos se pone muy misteriosa y sugerente y por momentos totalmente asquerosa. Ante todo, el vampiro es una fuerza pura y maligna, muy lejos de la humanización de otras películas, y contrasta con el resto de los personajes que sí son contradictorios, están confundidos, asustados y desesperados. Entre ellos, el vampiro destaca como el mal absoluto, que sin embargo tiene un discurso que se parece un montón al del psicópata. Yo, que detesto las típicas películas sobre «la lucha entre el bien y el mal» por su simplificación de la realidad, fui atrapada por esta contienda porque tiene mucho de absoluto y mucho de particular. Nosferatu es todo, es el mal, es la muerte, y al mismo tiempo es este monstruo específico que da mucho asco, que pide cosas muy puntuales y que por eso se vuelve muy real.
Ojo, esta película es la reversión de otra de hace un siglo y tiene un ritmo que le hace honor, así que para verla tenés que prepararte para ir entrando en la trama de a poco, con una tensión que va a creciendo de forma paulatina y un terror que se mezcla principalmente con una sensación de impotencia ante la fatalidad. En mi opinión, la intensidad del conflicto y el atractivo de la imagen son suficientes para atreverse a transitar ese camino de padecimiento, pero lo dejo a tu criterio.
Pero si viste las versiones anteriores de Drácula, en especial la de Murnau, vas a encontrar algo más. Nosferatu hace evidentes referencias a la película de 1922, no solamente desde el título y sino porque los personajes tienen los mismos nombres que en la película de Murnau en lugar de tomar los nombres de la novela de Bram Stoker que, en definitiva, creó esta historia. Además, toda la composición visual, que es probablemente el mayor atributo de esta película, toma elementos del cine de hace un siglo, y especialmente de la película de Murnau toma algunos planos casi exactos y explota el uso de las sombras hasta el extremo.

Pero de este vínculo entre ambos films surge algo más que una cita o un homenaje. La película de 1922 tiene muy pocos diálogos justamente porque es una película muda, y el diálogo entorpece el ritmo al requerir intertítulos. Por eso, cada cosa que se dice tiene un peso mayor. En esa película, en uno de esos pocos diálogos, Ellen (la protagonista, objetivo principal del vampiro) le recrimina a su marido que haya matado las flores que le regala. El marido se ríe y la escena es utilizada para ilustrar la extrema bondad de Ellen. Es significativo que el mismo parlamento se repite en la película de Eggers, justamente por la escasez de palabras: cualquiera que haya visto la película de Murnau va a recordarlas. Pero en este caso, la frase de Ellen tiene una carga ominosa, porque ella no es simplemente una mujer buena, y no les cuento más para no arruinarles el argumento. Lo importante es que del lado de la mujer no hay simplemente bondad y abnegación, y esto la convierte en algo más que el cordero sacrificial que es en todas las versiones de esta historia.
Por detalles como este, al terminar de ver la película sentí que esta era la versión definitiva de Drácula, incluso si ni siquiera se llama Drácula. Si bien mi impresión seguramente es exagerada (el futuro lo dirá) está basada ante todo en este puente que tiende entre la versión de Murnau y la audiencia. En un artículo anterior expliqué cómo la película de Murnau de 1922 era la versión fundacional de Drácula, pero muy lejana para el público actual por su ritmo y su uso de un lenguaje cinematográfico que hoy es completamente distinto. La versión de Herzog queda encapsulada en el tiempo por su rareza, es una locura hoy y fue una locura cuando fue estrenada. Y la tercera gran versión canónica era la de Coppola, mucho más cercana al espectador en su lenguaje y su ritmo. Pero la romantización del vampiro la volvía un poco infantil, Drácula perdía esa fuerza imparable del mal, de la muerte pura, por sus características humanas. Hoy el Nosferatu de Eggers retoma la fuerza ancestral del inhumano personaje de Murnau, hoy Drácula vuelve a dar miedo de verdad al mismo tiempo que nos conecta con realidades cotidianas como la vulnerabilidad, la violencia e incluso el amor.


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