¿Por qué ganan los malos?

Este artículo es una reflexión sobre las dos primeras temporadas de El juego del calamar, por lo que está plagado de spoilers, que te van arruinar la sorpresa de algunos de los más sorprendentes (y al mismo tiempo coherentes) giros argumentales que puedas ver en la ficción actual. Pero si querés saber si ver o no la serie, acá va un resumen (sin spoilers) de mis razones para recomendártela o no.

Por qué no verla

  • La violencia es omnipresente. Todo el tiempo los personajes sufren violencia física, psicológica, simbólica y sexual. Sin embargo, no hay un regodeo visual en esa violencia y se le evitan al espectador los momentos más cruentos.
  • Es probable que te trasmita una sensación de impotencia e injusticia. Los malos son muy malos, los buenos son más o menos y la situación es tan realista que no podemos asegurar que no exista un «juego del calamar» en la vida real. De hecho, la vida real se parece un montón al juego del calamar.

Por qué sí verla

  • No sólo hay una variedad de personajes sino también diferentes formas de construirlos: están los que cuentan su pasado, los que lo muestran en imágenes, los que reflexionan y transmiten sus ideas, los que las evidencian en acciones.
  • La composición visual y sonora de cada escenario es al mismo tiempo atractiva y aterradora, sumando una belleza equívoca a la experiencia del espectador.
  • Los giros argumentales no son simples trucos para sorprender sino que modifican el sentido de la historia, la vuelven más contradictoria, más cruel y más verosímil.
  • Así como la imagen no se regodea en mostrar la violencia física, sí se muestran siempre en primeros planos los rostros inundados por el terror. Eso impide al espectador desentenderse de la violencia de la que está siendo testigo, o incluso justificarla porque ese personaje «era malo». El miedo es miedo y el asesinato es asesinato, sin importar quién lo padezca.
  • Aunque hay claros protagonistas, el conflicto no es individual sino social, y desde el primer hasta el último minuto se refuerza esta idea. El juego del calamar es una representación muy poco metafórica y más bien literal de la desigualdad. Pero esto, en lugar de empobrecerla, la enriquece, porque hace falta hacer un esfuerzo para descubrir «las diez diferencias» entre lo que ves por la ventana y lo que ves en la pantalla.
  • Lee Byung-Hun. No es ningún secreto que soy muy fanática de este actor. Esta serie puede ser tu «ficción de entrada» para empezar a recorrer toda su filmografía que, si bien tiene alguna metida de pata, está plagada de obras de arte.

Ahora sí, vamos a lo que distingue a esta serie de todas las otras historias que muestran gente matándose entre sí como parte de un espectáculo, como Los juegos del hambre, Battle Royale o incluso el clásico de 1987, Carrera mortal (The running man).

Vamos a hablar de dos géneros que empezaron por el teatro o el cine y anclaron en la televisión: la tragedia y el terror.

Empecemos por la tragedia. Esta serie es una tragedia en el sentido actual (todo va a terminar mal) porque inevitablemente, incluso si el protagonista «gana» el juego, mucha gente (455 personas, para ser exactos) va a morir y él tiene que cargar con la culpa de sus muertes. Pero también es una tragedia en el sentido clásico (o sea, el de los griegos), ya que el protagonista se encuentra frente a una decisión imposible: elija lo que elija, solamente puede perder, porque solamente puede elegir entre perder la vida o perder la paz mental. Pero si lo vemos como una tragedia no es por el juego en sí sino por la actitud de Gi-hun, que no obtiene ningún placer al seguir avanzando en el juego y «superando» a sus contrincantes.

En esto se diferencia de Battle Royale, donde los adolescentes son representados (en tanto grupo social) como una banda de descontrolados que merecen morir para mantener el orden social; por lo tanto, no hay tragedia en su muerte. La excepción es el grupo de señoritas que vive en una realidad aparte, creyendo que pueden mantenerse fuera del juego, o sea que en su percepción tampoco se trata de una tragedia. En Los juegos del hambre, si bien, como dije en otra oportunidad, hay una clara referencia al trauma que representaron los juegos para la protagonista, hay una cierta victoria en la supervivencia de dos personas. Gi-hun, por su parte, no logra esta hazaña, aunque lo intenta, lo cual resalta hasta el último momento su absoluta impotencia. Además, incluso más allá del juego, los organizadores lo siguen controlando. Él no es dueño de su propia vida en ningún lado.

Además de la postura del Gi-hun, su resignación a continuar el juego por no tener alternativa pero no por ambición, la narración audiovisual hace partícipe al espectador del sufrimiento del protagonista por las muertes a su alrededor, focalizándose, como dije antes, en el miedo de cada participante. El momento clave es el juego de la cuerda. En uno de los gestos de mayor sadismo de los organizadores, los participantes se ven obligados a arrojar a otro grupo a la muerte. Para mostrarnos que Gi-hun es perfectamente consciente de lo que está haciendo y del sufrimiento que esto le provoca, se intercalan planos y contraplanos de su rostro y de los rostros del equipo «contrario» al momento del enfrentamiento. No puede haber victoria en un juego semejante.

Aristóteles (si no tenés su Poética, podés leerla acá) explica que la tragedia retrata personajes que son «mejores que nosotros». Pero acá no hay nadie mejor que nosotros. Incluso Gi-hun es un ser imperfecto, no sólo intenta engañar a su compañero que tiene problemas neurológicos sino que además, fuera del juego, es un pésimo hijo y peor padre. Incluso cuando está a punto de reencontrarse con su hija, abandona esa posibilidad para planear una venganza. Los que sí se presentan como «mejores que nosotros» son los organizadores del juego, que alardean de una supuesta superioridad moral porque castigan a quienes intentaron hacer trampa, diciendo que el principio fundamental del juego es que todos están en igualdad de condiciones. Este es probablemente el punto en que la serie más se parece a la vida real, donde personas que tuvieron todos los privilegios desde la cuna son los paladines de la meritocracia y de un supuesto estado de libertad en que todos tenemos las mismas oportunidades. Desde su palco preferencial en que miran a unos pobres diablos matarse entre sí por el dinero que ellos gastan en un fin de semana, los organizadores del juego defienden, a sangre y fuego, la igualdad.

Pero volvamos a Aristóteles, quien explica que una tragedia «es la imitación de una acción elevada (…) con incidentes que excitan piedad y temor, mediante los cuales realizan la catarsis de tales emociones». Una catarsis significa que uno experimenta ciertas emociones y se libera de ellas. Esta teoría, por más que la defienda Aristóteles y un montón de profesores de teatro con nula formación en psicología, es incomprobable. De hecho, si vas a ver El acorazado Potemkin, hay una alta probabilidad de que no te liberes de tu deseo de hacer la revolución sino todo lo contrario. La ficción tienen un montón de recursos, formales y argumentales, para hacerte sentir ciertas cosas, y no necesariamente liberarte de esos sentimientos. Aristóteles dice las cosas que dice probablemente por motivaciones políticas y estéticas que solo podemos conjeturar, así que a nosotros nos conviene más tratar de analizar qué puede provocar esta tragedia, que no imita ninguna acción elevada, en el espectador del siglo XXI. Pero la referencia a Aristóteles es importante, porque nos lleva al gran género «catártico» del cine: el terror.

Linda Williams explicó que tanto en el melodrama como en el terror la mujer es presentada como objeto de deseo y después como objeto de violencia. Aunque parezca el mensaje más retrógrado del mundo, esa relación entre sexualidad y muerte puede verse incluso en producciones de este siglo. En otros casos, se rompen otro tipo de reglas, pero en cualquier caso el mensaje es el mismo: quienes rompen las reglas son castigados. A diferencia de lo que pasaba en épocas de Aristóteles, ahora tenemos industrias culturales, que nos bombardean con el mismo mensaje repetido una y otra vez. El mensaje no es nuevo (estaba en La sirenita en su versión original), lo nuevo es la repetición constante. No es que mirando cine de terror (o melodrama, que es prácticamente lo mismo) se te vayan las ganas de romper las reglas, es que ya entendiste que si lo hacés, te va a ir mal (aunque esto no sea ni remotamente cierto en la realidad).

Este mantra de la obediencia es repetido por las ficciones de juegos mortales. De hecho, Battle Royale es la eliminación de todo un sector de la población proclive al cuestionamiento de las reglas. Los juegos del hambre son algo similar: sectores del país se sublevaron y ahora tienen que pagar. Pero ¿qué hicieron mal los participantes de El juego del calamar? Algunos son delincuentes, pero no todos. Su culpa es fracasar y, al hacerlo, demostrar que el sistema no funciona. Son 456 personas que todos los años no encuentran más alternativa que arriesgar sus vidas. Esto no es un problema individual, esto es un problema social. La serie lo muestra no solamente en los números, sino también en la escena del parque de la segunda temporada, en las noticias que se escuchan en la televisión sobre las deudas de la población pero, ante todo, en el hecho de que todos tienen la opción de salir del juego y deciden volver. En esta absoluta falta de posibilidades que ofrece su contexto social se demuestra que no hay ninguna libertad en su elección. No lo hacen por la adrenalina, no lo hacen por ambición, lo hacen por pura desesperación. Al menos, en la primera temporada.

¿Pero qué tiene que ver todo esto con Aristóteles y la supuesta «catarsis»? Si la ficción muestra una persona que rompe las reglas y es castigada, el sentido es, al mismo tiempo, una amenaza y una promesa de la fortaleza del orden. Pero si todo un grupo de personas, que no tienen culpa de nada, son masacradas, el sentido es que está todo mal. Mirando esta serie no se nos van las ganas de romper las reglas que se manifiestan como injustas, principalmente porque este no es un futuro distópico, este es uno de los países más exitosos de la actualidad. El golpe de gracia lo da una frase de In-ho (o El Líder) al final de la segunda temporada.

Si en la primera temporada se respiraba un aire de conflicto social, en la segunda se vuelve evidente: vamos a organizarnos para enfrentar a los poderosos. Pero dijimos que esto es un tragedia y, como ya sabés si estás leyendo esto, termina mal. La frase que In-ho le dice a Gi-hun, después de matar a su amigo Jung-Bae frente a él, es «¿qué se siente jugar al héroe?» El sentido casi literal de esta frase es «es preferible quedarnos tranquilitos antes que hacernos los héroes y provocar que maten a nuestros seres queridos». Pero ese sentido se cae tan rápidamente como la supuesta «igualdad» que promueve el juego: todos los participantes hubieran muerto de todas formas si Gi-hun no hubiera intervenido, no hay ninguna ventaja en ser obediente. En lugar de legitimar su mensaje, In-ho muestra el sadismo del sistema que defiende. Además, no debemos olvidar que él mismo terminó en el juego por hacerse el héroe y donar su riñón para salvar a su hermano. En el fondo, se está hablando a sí mismo.

Obviamente no estoy diciendo que El juego del calamar será responsable de la revolución cultural de occidente, solamente digo que se distingue de otras ficciones similares en su mensaje, en provocar una incomodidad de la que es difícil despegarnos por negarnos un final feliz, o incluso un final aceptable. El hecho de que ni siquiera se muestre la resolución del juego es la mayor evidencia de que el juego (igual que todos nuestros juegos) está arreglado desde el principio: todos van a perder, incluso si hay un ganador.

Veremos si la tercera temporada se atreve a dejarnos en esta situación incómoda o recurre al facilismo de una justicia imaginaria.

Deja un comentario