Esto es una fiesta

Una vez alguien dijo que uno va a un concierto a escuchar música, no a aplaudir, ni a cantar ni a grabar videos para poner en redes sociales. Con la altanería propia de mi nacionalidad, me sale responder que yo pertenezco a la tribu gloriosa que le hizo decir a Taylor Swift que nos escuchaba más a nosotros que al retorno, que yo voy a los conciertos no sólo para escuchar música, sino para sumergirme en el sudor ajeno, para saltar como si tuviera veinte, para cantar hasta quedarme sin voz. Pero la noche del miércoles, mientras Billie Joe Armstrong nos señalaba la Luna, descubrí que todo esto, aunque yo pueda decirlo con mucha emoción y mucho orgullo, es un poco falso.

Por supuesto, uno no va a un recital de una banda punk a pedirle a la gente que se siente, apague el celular y haga silencio. Y aunque un poco imaginaba lo que iba a pasar en el recital de Green Day, no anticipé todo lo que pasó: la marea de gente me arrastró casi por toda la cancha hasta el punto de que perdía y encontraba a mis amigos por azar, me abracé a la espalda de completos desconocidos para evitar caer al piso, fui protegida por tres amables señoritas cuando necesité atarme los cordones, recibí la dichosa lluvia helada de la botella que alguien revolea al azar y, por supuesto, terminé cubierta de moretones. Pero el campo en un recital de Green Day no es sólo caos, es una fiesta donde uno dice «I have the time» esperando la pregunta mágica que abre Basket case, otro deja escapar un «Sí papá» cuando empiezan las primeras notas de Wake me up when September ends, y donde de pronto todos sabemos hablar inglés o algo parecido. Pero lo que más me sorprendió de este recital fue lo mucho que disfruté la música. Mis amigos músicos me dicen que estas canciones «son siempre los mismos cuatro acordes», pero yo creo que si con un delineador y cuatro acordes podés construir un imperio, seguramente esos acordes son los correctos. Cada vez que pensaba que ya se les habían terminado los clásicos, empezaba otro nuevo. Porque esta banda, que ya tiene más de 30 años, sumó nuevos éxitos en un álbum del año pasado, que el público coreaba con entusiasmo (cosa que, por ejemplo, no pasaba en el recital de The Offspring). Incluso si no sabés inglés podés sentir esa extraña combinación de queja, desesperación y alegría que sobrevuela todo lo que hace Green Day, y sospecho que son esos cuatro acordes los que sostienen la alegría por sobre todo lo demás. Porque es bastante trágico que el mundo es más oscuro que hace 30 años, que las cosas de las que nos quejábamos entonces no se solucionaron o incluso empeoraron y que encima, como si fuera poco, todos, envejecimos. Pero ahí están, esos cuatro acordes, para recordarnos una y otra vez que esto es, ante todo, una fiesta. Así que, contrario a lo que digo siempre, lo mejor del recital de Green Day, con todo lo bueno que tuvo, fue la música. Pero no porque fuera como escucharla en el living de mi casa, sino todo lo contrario: escuchar esa voz de ángel enojado rodeada de nuestras afónicas voces de diablitos, mientras la batería nos retumba en el pecho y vemos cientos de cabezas que se mueven al ritmo del bajo, con esa combinación de agotamiento y alegría que va tan bien con el entusiasmo exasperado de la banda, es probablemente la manera en que esta música encuentra su verdadero sentido.

Mirá el video del final del show en @madafakkerz

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